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A nuestras distancias

Antes de irme de Lima, en 2016, le prometí a mi abuela que buscaría a un pariente suyo radicado en Sao Paulo. Nunca lo hice. En parte porque la información que tenía estaba incompleta o era imprecisa; tampoco poseía alguna imagen que materializara esa misión. Pero existía otro motivo, menos (auto)reconocido: un sabor amargo, proveniente de antiguos conflictos y tensiones de nuestra convivencia familiar, había permeado nuestro vínculo al punto de hacerlo sentir… amargo.

 Mi abuela, siendo segunda generación de inmigrantes japoneses llegados a Perú, creció en una Lima sumamente hostil hacia los descendientes. Políticas discriminatorias, saqueos de negocios y deportaciones a campos de concentración en el contexto de la Segunda Guerra Mundial marcaron profundamente a los nikkei (descendiente de emigrante japonés) durante la primera mitad del siglo XX. Muchos se refugiaron en las tradiciones y espacios nikkei, aislándose – aún más – de la realidad peruana; otros idealizaron la cultura japonesa hasta convertirla en mito fundacional de sus vidas mientras convivían con “esa otra” realidad.

Desde la década del 50, masivas migraciones provenientes de las zonas rurales del país – mayoritariamente de la sierra – transformaron profundamente las ciudades. Contingentes de migrantes poblaban las periferias y se insertaban como podían en la economía urbana, muchas veces mediante trabajo informal o pequeñas empresas. Y Lima, la capital, veía cómo se iba reconfigurando, haciéndose más andina, más industrializada, más accesible… al mismo tiempo que crecía desbordada, profundizando las desigualdades y marcando más conflictivamente las diferencias.

Mi abuela lidió una vida bastante dura, muchas veces adversa: en una ciudad sumamente racista, machista y clasista como Lima, mi abuela criaba a sus hijos y los mantenía básicamente sola. La idea de progresar y dar a su descendencia lo que no tuvo la volvió fuertemente corajuda y obstinada: tomaba las oportunidades que se le presentaban, a veces sacando provecho en desmedro de los otros; educaba con mucha disciplina, siendo en ocasiones indolente o impositiva con lo que creía mejor; aconsejaba sin filtros lo que sería la vida, señalando qué y quiénes eran (sobre todo) los malos, los sucios, los peligrosos, los inferiores…

Mientras crecí, cultivé prejuicios y sentimientos muy nocivos sobre los “otros” y sobre mí que, aún hoy, están siendo des-construidos y re-prensados. El vínculo con mi abuela se fue debilitando a medida que las diferencias ideológicas se volvían más marcadas y las discusiones sobre modos de vida (fuera de su parámetro) terminaban en ofensas. El cariño se convertía en rencor, rabia; pasados los años, la distancia creció y el vínculo se ejecutaba con diplomacia.

Hace unos años, mi abuela recorrió varios países sudamericanos con sus amigos de la tercera edad. De ese viaje, mi abuela trajo una novedad: había conocido en Sao Paulo a una prima suya, hija de un familiar de su padre que había escapado a Brasil. Aunque la emoción fue grande, la comunicación entre mi abuela y su nueva prima había sido trunca por la diferencia en el idioma. Al final, mi abuela guardó la información de contacto… que luego se traspapeló en Lima.

La gran mayoría de nikkei – especialmente las primeras generaciones – ignoraba quiénes eran y dónde se localizaban los familiares perdidos y desperdigados por la guerra; cuando tuvo alguna información, difícilmente pudo reencontrarse debido a las distancias físicas, económicas y emocionales que eso conlleva.

Después de dos años de haber llegado a Sao Paulo, establecí nuevamente contacto con mi abuela. Me dio el nombre de este pariente: lo único que ella aún recuerda. Busqué por facebook y le escribí a un grupo de desconocidas un mismo mensaje. Fue un texto conciso donde me presento y expongo mis motivaciones; el mismo mensaje para cada una. No he recibido respuesta (aún) pero ello no me desanima pues una de esas seis mujeres (o quizás alguna otra que no conozco) representa la posibilidad de un vínculo.

Porque esta distancia física que me separa de mi abuela otorga un respiro para nuestras tensiones y da cabida a un “sentir falta” con menos corrosiones. Pero también es innegable que el proceso migratorio – que pensaba sería mucho más manejable en términos adaptativos – conllevó un largo periodo de silencio, de cierta parálisis enunciativa sobre sentimientos y afectos que se me hicieron muy extraños, intensos… virulentos. Ha sido un periodo obligado de escuchar(me) para sentir y pensar(me). Para cuestionar nuevamente. Para generar raíces en territorios marcados por desigualdades que no son recientes, pero sí se perciben diferente. Para encontrar un lugar desde donde tener voz en medio de incertidumbres. Para seguir indignándose y no perder la alegría. Para agrandar el corazón para ocupar nuevos vínculos… o costurar aquellos sin olvidar que duelen.

Por: Paola Miyagusuku (Perú), integrante das Lakitas Sinchi Warmis 

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